“A los 16 años empecé como voluntaria en la Asociación Arcoíris. Fue ahí donde descubrí mis derechos como mujer trans”, recuerda con orgullo los inicios de su participación en esta organización referente en la defensa de los derechos humanos en Honduras.
“Viví mi transición en un país con pocas posibilidades, machista, LGTBIfóbico... pero también eso me enseñó a sobrevivir, a ser una mujer independiente, fuerte. Tenía que mantenerme con vida y ayudar a otras”. Y eso hizo.
“Poco a poco fueron cambiando de representantes o presidentes. Esto pasaba por dos motivos: o porque nos asesinaban, o porque teníamos que huir”, lamenta. Así fue cómo tomó el relevo, convirtiéndose en una de las caras más visibles del movimiento LGTBI hondureño.
Apoyar y acoger a mujeres trans repudiadas por sus familias, exigir una ley de identidad de género, litigar casos archivados de violencia contra personas trans, o identificar sus cuerpos en las morgues; formaba parte de su implicación -activista y vital- en la causa.
Paralelamente, vivía en primera persona esa violencia que denunciaba contra toda impunidad, llegando a sufrir hasta cuatro intentos de asesinato. “Cada mañana amanecía dando gracias a dios por seguir viva. Pero también le pedía que terminara pronto el día sin que nadie me hiciera daño o me matara”, recuerda.
Pero lejos de achantarse, siempre sacaba fuerzas para seguir. Sin embargo, la sombra de las amenazas de muerte cada vez era más larga. “¿Vives o mueres? ¿Te vas a España o te quedas?”, dice que le preguntó su amigo, mentor y referente, Donny Reyes, que temía por su vida.
Ella decidió lo segundo: vivir. Buscar refugio al otro lado del océano para seguir gritando que los derechos de las personas trans son derechos humanos. Eligió vivir para hacer justicia.