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"Quiero contarlo para evitar que otras mujeres pasen por lo mismo"

mar 08, 2020

"Con 16 años creía que él era el amor de mi vida, sin embargo, resultó ser mi peor pesadilla. Sus golpes e insultos aceleraron mi instinto de supervivencia, pero también mis años. "

A esa misma edad me quedé embarazada de uno de mis dos luceros, mi hijo mayor. Aunque todavía era una joven adolescente, saqué fuerzas para terminar mis estudios, criar a mi hijo y después trabajar en una fábrica y conseguir lo justo para llevar el pan a mi familia. 

Mientras, él seguía hostigándome. Era mi sombra. Un monstruo que un día me esperó en la esquina de mi calle dispuesto a matarme. Me agarró del pelo y me tiró al suelo hasta que consiguió meterme en el coche. Logré avisar a mi madre, pero ya era tarde. Apretó el acelerador tan rápido como sentía mis pulsaciones. Yo gritaba y rogaba que me dejara. Gritaba por mis hijos. Todavía no sé cómo sucedió, pero de repente paró y me dejó bajar del coche.

Lo estoy contando, salí con vida. En apenas dos meses, el miedo y la inseguridad me llevaron a poner un océano de por medio. Lo que no sabía es que, al otro lado, donde esperaba alejarme de esa violencia que todavía hoy me quita el sueño, la vida me tendía otra trampa.

Una conocida de mi padre nos dijo que en España podría trabajar como interna, limpiando en casas y que pronto conseguiría dinero para enviar a mi familia y salir adelante. Al llegar, las promesas se diluyeron pronto, mientras que las deudas y engaños crecieron, hasta tal punto de no tener un céntimo para comprar algo que llevarme a la boca. Quise reclamar a aquella persona que supuestamente iba a ayudarme, pero recibí por respuesta unas palabras que jamás olvidaré: “Lo que hago es putear”.

Cuando escuché aquello, se derrumbó el mundo sobre mis hombros. Estaba acorralada. Evidentemente quería volver a mi país, pero no tenía forma de hacerlo y mi familia -ajena a ese calvario- necesitaba mi ayuda. Así fue cómo llegué a esa red, a ese laberinto. La primera vez que tuve que prostituirme no paré de llorar, las lágrimas que hoy se me escapan al recordarlo, no son nada comparadas con las de aquel día. Pedía perdón a dios una y otra vez. Me sentía sucia pero el agua de la ducha no lograba arrastrar ni la pena, ni la culpa, ni la vergüenza. Ni el dolor.

Después llegaron más veces. Y así fue como conocí a otras mujeres como yo, madres separadas de nuestros hijos a miles de kilómetros, engañadas con la promesa hueca de un trabajo digno que nos permitiera ofrecer un futuro para ellos. Vivíamos en una habitación con literas, encerradas todo el día. Yo tenía miedo, pero precisamente entre nosotras nos arropábamos. El calor y los momentos de consuelo los encontré en ellas, en mis compañeras. Nos peinábamos unas a otras e incluso algún día bromeábamos con que si nos metían presas no nos importaba...aquello ya era una cárcel. 

Por suerte logré huir de ahí. Pedí protección internacional y fue cómo llegué a Rescate, la ONG que me está acompañando en este nuevo camino donde vi la luz que necesitaba para salir de todo lo anterior. Con el apoyo de mi psicóloga estoy tratando de sanar, de olvidar. Pero es muy duro el proceso porque ya llegué marcada de mi país y, una vez aquí, el horror continuó. Pese a todo, cada día trato de recordarme a mí misma que nadie puede cortar mis alas y yo soy quién decido lo alto que puedo volar. 

Estoy viva. Por doloroso que sea, quiero contarlo para evitar que otras mujeres tengan que pasar por lo mismo. Quiero contarlo para que mis hijos sigan teniendo una madre y crezcan en el respeto. Ellos son mi fuerza para seguir.
Este ocho de marzo es posible que salga a la calle con otras mujeres para gritar por nuestros derechos. O, quién sabe, quizás prefiero acudir en silencio. Pero lo que es seguro es que estarán en mis pensamientos todas esas mujeres que he conocido a lo largo de mi vida. Mujeres que, si fueran una flor, serían la flor de loto -mi favorita-, la única capaz de brotar en medio de la maleza. 

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