Un año más, el 20 de junio nos trae una cifra récord en desplazamiento: 70,8 millones de personas en todo el mundo han tenido que huir de sus hogares por la guerra, la violencia y la persecución. De ellas, casi 26 millones son refugiadas y 41 millones desplazadas dentro de su propio país. Esta cifra alarmante constata la tendencia en aumento de los últimos años, y, ante todo, una necesidad: reaccionar frente a la mayor emergencia humanitaria de nuestro tiempo.
En 2018, según datos del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), 13,6 millones de personas tuvieron que huir para salvar la vida, convirtiéndose en nuevas desplazadas. 37.000 personas cada día, que se suman a aquellas cuya situación de desplazamiento sigue sin resolverse.
Otra cifra esclarecedora: tan solo un 16 por ciento de las personas refugiadas viven en países desarrollados. La gran mayoría permanecen en estados limítrofes a los suyos, naciones con graves dificultades para garantizar sus derechos y su protección, como Líbano, donde una de cada seis personas es refugiada. Un peso grande para economías que a duras penas tienen recursos para la población. Más lacerante aún: un tercio de las personas refugiadas viven en los países más pobres del mundo.
En España hemos visto cómo las solicitudes de asilo aumentaban exponencialmente, pasando de 2.588 en 2012 a más de 54.000 en 2018. El año terminó con más de 78.000 casos pendientes de resolución, y solo 2.895 resoluciones favorables.
Frente a esta situación sin precedentes, urge más que nunca defender el derecho al asilo. Un derecho recogido en la legislación española e internacional, y reconocido en la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951. Es una una obligación legal, es un deber ético y es un derecho intrínsicamente humano, asentado en una larga tradición en la Historia que nos humaniza: la de acoger a aquellas personas que huyen para salvar la vida.
Estado, instituciones públicas y privadas, organizaciones y sociedad civil debemos ser conscientes de ello, y asumir la responsabilidad correspondiente. Desde el Estado deben implementarse las medidas pertinentes para que el incremento en las solicitudes de asilo no redunde en una merma de los derechos de las personas, en largas esperas, en ineficiencia, en sufrimiento o en desprotección.
Pero es necesario ir más allá: las personas refugiadas tienen que poder formar parte activa de la sociedad de acogida, pudiendo desarrollar sus talentos, contribuir con su trabajo y rehacer sus vidas. En esto han de implicarse todos los sectores de la sociedad que, mediante la inclusión de las personas refugiadas, gana en talento, diversidad y democracia.
No podemos olvidar la vergüenza del Mediterráneo, la frontera sur europea, y de otros tantos territorios de tránsito donde las personas refugiadas arriesgan sus vidas. Si la defensa de sus derechos es imprescindible, lo es más aún la defensa de su derecho a la vida y a la libertad. Establecer vías seguras de llegada mediante reasentamiento desde terceros países, visados humanitarios o la posibilidad de solicitar asilo en embajadas es fundamental para evitar que miles de personas pongan en peligro o pierdan sus vidas a manos de redes de trata de seres humanos.
La Unión Europea y sus países miembros tienen que asumir su responsabilidad frente a este hecho atroz, cumpliendo con sus compromisos en reubicación dentro de la UE y reasentamiento desde países externos, no criminalizando o dificultando la labor de las ONG, no externalizando sus fronteras en países cuyo respeto por los derechos humanos no está garantizado y cumpliendo escrupulosamente en materia de asilo. Es un desafío crucial para la salvaguarda de los derechos de las personas en territorio europeo, sean refugiadas o no.
También es ineludible el apoyar a esos terceros países, principales receptores de personas refugiadas. Sociedades extenuadas por el esfuerzo económico y demográfico, sin recursos suficientes y cuya población sufre escasez. Líbano, Jordania o Etiopía son algunos ejemplos donde somos testigos directos del esfuerzo y de la frustración de las personas refugiadas, cuyas posibilidades de salir adelante son más reducidas. La comunidad internacional no puede mirar hacia otro lado y dejar de lado a estos territorios, a su población y a las personas refugiadas que acogen.
Por último, frente a la amenaza de la xenofobia, del odio, del racismo y de la desinformación, es necesario una sociedad respetuosa, solidaria y consciente. Una sociedad que conozca, comprenda y defienda los derechos humanos y el asilo, así como la situación de las personas refugiadas en su origen, tránsito y destino, sin olvidar a las que se enfrentan a mayores riesgos: mujeres, infancia, personas con discapacidad o problemas de salud, personas LGTBI o personas de edad avanzada.
La empatía es clave. Ver en el otro a una persona igual, con el mismo derecho a construir un proyecto de vida. En un pasado no muy lejano, las personas refugiadas procedían de los países que hoy se dicen de acogida. Entre ellos, España. No se trata de devolver un favor, sino de justicia: reconocer que la persona, sea cual sea su país de origen, género, orientación sexual, creencias, pertenencia a grupo social, etnia u opinión, tiene derecho a vivir libre y en paz. Y ese derecho es la mayor conquista que podemos defender como seres humanos.